La palabra que mejor resume lo que sucedió ese día –el 16 de junio de 1965 en el Estudio A de Columbia Records en Nueva York– es epifanía, aunque también cabría calificar ese mismo instante, que duró exactamente seis minutos y treinta y cuatro segundos– como un milagro súbito. Algo así como la presencia repentina de un espíritu incorpóreo venido desde otra dimensión. La magia de lo inesperado o, por decirlo en los términos gamberros de Bob Johnston, productor de discos míticos de Johnny Cash y Leonard Cohen, el momento en el que ves a Dios dándole una patada en el culo a Bob Dylan, ese judío de Hibbing (Minnesota) que hasta unos años antes vestía como un vagabundo y que ahora parecía tener la misma edad del tiempo, a pesar de recordar a Arthur Rimbaud con una guitarra y una armónica.
Alguien suficientemente huraño y obstinadamente hermético como para no hablar con sus músicos y que daba la impresión de no venir de ningún sitio y no querer ir a parte alguna. No le hacía falta moverse mucho: estaba en el sitio adecuado. Pisaba firme sobre la lápida de una tradición venerable y anónima –la confluencia de la música folk, el blues y el country– pero miraba, cual Jesucristo en la cruz del Gólgota, al cielo. Usaba su propia brújula y navegaba en busca del horizonte. Era un puro presente encaramándose a la cima, camino de ese lugar mitológico que los clásicos griegos llamaron el Parnaso. Como Sísifo ascendiendo al punto más elevado de la montaña en busca de la liberación de una carga imposible.
No hay ni un gramo de mitología en este relato. Los hechos evidencian que aquel día aconteció una verdadera epopeya –sin hexámetros– que no volvería a replicarse. Lo explica el Montaigne del rock & roll, el gran Greil Marcus, uno de los críticos (contra)culturales más dotados: fue un acontecimiento. “Algo que sólo puede ocurrir una vez. Cuando ya ha sucedido parece inevitable, pero ni las mejores razones del mundo pueden provocarlo”. Es lo mismo que, de forma crípticamente simple, escribió Gertrude Stein: “Una rosa es una rosa”.
El arte no necesita explicación: sucede. Eso es todo. Intentar describirlo puede ser un ameno pasatiempo para eruditos a la violeta, pero no trasciende de la mera aproximación, porque cuando el diablo se encarna frentea nuestros ojos actúa como lo haría un fantasma. Notamos su presencia pero somos incapaces de asirlo y reconocerlo. Su naturaleza es fugitiva. Tiene el rostro, familiar y extraño al mismo tiempo, de una criatura que nos mira sin que, a su vez, podamos atraparla. Like a Rolling Stone, la mejor canción rock de todos los tiempos, es una manifestación (superlativa) de ese espíritu. Once in a lifetime. Una obra irrepetible.
Greil Marcus
No sólo por su trascendencia cultural, que seis décadas después todavía es inmensa. Tampoco por condensar –en sus notas y en sus versos– el sortilegio que hizo que la poesía y la música popular norteamericana se fundieran en el bronce duradero de una aleación perfecta. Lo es por lo que nadie esperaría tratándose de una obra eterna: su condición pasajera. Marcus lo describe así: “Si las circunstancias hubieran sido ligeramente distintas (otros músicos, otro estado de ánimo, otra temperatura en la calle, otros titulares en los diarios) puede que la canción nunca hubiese entrado en el tiempo o nunca lo hubiera interrumpido”.
Por fortuna, sucedió. Y ese momentum fue registrado para la eternidad. Tenemos grabadas las vísperas y las postrimerías del instante decisivo, de forma que podemos trazar el arco de una narración completa, moviéndose, desarticulada, igual que un feto antes de nacer, hasta que encuentra una grieta en la roca. Penetra por esta falla, asciende, se consume en su propio fuego y, acto seguido, se autodestruye para siempre en el aire. Igual que el evangelio cuenta la resurrección de Cristo. Ni los tanteos previos ni las recapitulaciones posteriores explican sin embargo el arcano. La toma maestra es una sola –la cuarta del segundo día– de entre las más de veinte grabadas aquel verano de mediados de los sesenta.
A desentrañar la magia de la asombrosa alquimia que llevó a Dylan a abrir ese día el arca de las maravillas dedicó Greil Marcus un ensayo luminoso –Like a Rolling Stone. Bob Dylan at the Crossroads– publicado por el sello Public Affairs en 2005, que la editorial barcelonesa Libros del Kultrum acaba de verter felizmente al español –con una finísima traducción de Mario Santana– en una edición ampliada y revisada, con bibliografía y una descripción detallada de cada una de las 24 tomas, inaccesibles hasta que Dylan decidió incluirlas en la versión premium de The Cutting Edge, el volumen duodécimo de The Bootleg Series.
El análisis de Marcus sobre la grabación y el significado cultural de Like a Rolling Stone es rico, imaginativo, creativo y evocador. Viaja con su propio mapa a un territorio inexplorado. Y es un ejemplo de cómo hacer excelente periodismo cultural a partir de una obra maestra. Una de las mejores exégesis hechas sobre una canción popular que, al contrario que otras muchas semejantes, un día apareció, perfecta, entera e imbatible para, a continuación, no hacerse presente más ni siquiera para su autor, incapaz de volver a tocarla de la misma forma.
En el caso concreto de Dylan, que desde hace décadas desfigura y vuelve a configurar su cancionero según sean sus identidades cambiantes, luchando así contra del aburrimiento, desmintiendo su mito y persiguiendo, como predica la filosofía beatnik, la grandeza del instante, prohibiendo incluso a su público que grabe sus conciertos para que no pierdan su aura, hablamos de una anomalía: el factor diferencial de Like a Rolling Stone no es ser tocada de otras muchas maneras –la primera versión tenía un ritmo ternario; al grabarla se convirtió en un compás cuaternario– sino no poder volver a tocarse como se hizo presente.
Por supuesto, Dylan ha estado interpretándola en todos sus conciertos durante decenios, pero sin escapar nunca de la incómoda sensación de tener que versionarse a sí mismo. Ninguna de las tomas del tema hechas en el estudio aquellos dos días de 1965 es comparable a la versión maestra. Tampoco, durante sus primeras interpretaciones en vivo, incluido su estreno en el Festival de Newport o la noche en Manchester en la que un espectador le llamó “Judas” y él respondió con un “Play it Fucking Loud” al que siguió una versión llena de rabia e independencia que suena como la erupción de un volcán salvaje, la banda y el músico norteamericano terminaban de cogerle las hechuras.
Like a Rolling Stone no puede ni repetirse ni reescribirse, sólo emularse, porque es hija del caos: comienza con un golpe de batería que es un inicio en falso, le sigue el órgano de Al Kooper con un leve pero trascendente retraso, avanza gracias al diálogo entre la guitarra de Dylan con el bajo de Joe Macho y, a partir de aquí, empiezan a ocurrir un sinfín de cosas –los músicos buscando puntos de apoyo para seguir el ritmo de Dylan, que sólo había mostrado la progresión de acordes al guitarrista Mike Bloomfield– que confluyen en el conjuro del estribillo: “How does it feel?”.
A partir de entonces la música y las palabras desbordan el cauce y la canción se manifiesta como una inundación, sin barrera que pueda detenerla. Igual que un animal salvaje. Marcus, además de los detalles de aquellas sesiones, sitúa la grabación en su contexto –el gran disco que es Highway 61–, la relaciona con el resto de la obra de Dylan, anterior y posterior, la vincula con la tradición de la música popular norteamericana y la explica como una destilación gloriosa de aquellos años, abriendo su ensayo a las lecturas del zeitgeist de los sesenta. Traza así la biografía de esta canción cuyo poder consiste en sustituir el flujo ordinario del tiempo y reemplazarlo por una cadencia temporal propia y autónoma.
Esto es lo que convierte en excepcional la composición de Dylan: acontece una sola vez y para siempre –por muchas ocasiones que oigas la misma grabación siempre es como si fuera la primera vez– y, al enunciarse, obra el milagro de que el mundo se detenga. Marcus cita abundantes testimonios sobre el impacto que provocó la canción, que voló la cabeza de toda una generación: la gente, hipnotizada, dejaba de hacer lo que estaba haciendo y escuchaba esa salmodia que aparenta ser un reproche a una niña bien caída en desgracia, pero que encierra otros sentidos y contiene, igual que la biblia, toda una metafísica.
“Un golpe de tambor como un disparo de pistola”. Kennedy asesinado dos años antes en Dallas. Un poeta con una guitarra eléctrica que te habla directamente a través de una fábula que comienza como los cuentos de hadas (Once Upon a Time) y te pregunta: “¿Estás dispuesto a renunciar a tu pasado en nombre de un futuro desconocido donde nada es seguro, donde todo está por hacer y donde hay que vivir sin comida, sin hogar?”. Dylan grita desde el fondo de un río y encaramado a la cresta de una montaña. Te descubre la verdad que sólo conocen los inmortales: “You’ve got no secrets to conceal”. Una revelación furiosa de veneno y sarcasmo. Crueldad y realismo sucio. El punk mucho antes del punk. “Te lo han quitado todo y estás solo, pero eres absolutamente libre”. Bienvenido a Desolation Row.