Benjamin Lay medía apenas unos 1,2 metros de altura, pero su estatura moral era muy elevada.
Fue un militante vegetariano, feminista, abolicionista y opuesto a la pena de muerte, una combinación de valores que lo puso siglos por delante de sus contemporáneos.
El cuáquero jorobado, a pesar de recibir una educación formal limitada, estudió y llegó a imaginar un mundo más justo para todas las criaturas que lo habitaban: humanos y animales, todos eran sus congéneres.
Su vida transcurrió durante el siglo XVIII, ese Siglo de las Luces en el que todo el pensamiento del mundo Occidental se transformó radicalmente.
Empezó en Inglaterra, luego navegó por los mares durante años hasta que se asentó por un tiempo en las plantaciones de azúcar de Barbados y finalmente terminó en el territorio británico que se convertiría en Estados Unidos.
Doquiera que estuvo defendió, con hechos y palabras, lo que creía.
Sus métodos de confrontación hicieron que la gente hablara sobre él, sus ideas, la naturaleza del cuaquerismo y el cristianismo y, sobre todo, de la esclavitud, que en esa época se consideraba tan natural como el agua y el viento.
En quizás su protesta más famosa, Lay fue a la reunión anual de cuáqueros de Filadelfia en 1738, con un libro ahuecado dentro del cual había metido una vejiga de animal atada llena de jugo de bayas rojas.
Le dijo a los presentes, que incluían ricos propietarios de esclavos cuáqueros: “Así derramará Dios la sangre de aquellas personas que esclavizan a sus semejantes”.
Luego clavó una espada en el libro, que parecía una Biblia, y la “sangre” salpicó las cabezas y los cuerpos de los horrorizados esclavistas.
Como dice su biógrafo, el historiador de la Universidad de Pittsburgh Marcus Rediker: “No le importaba qué pensaban de él; lo que quería era atraer gente a su causa”.
“Perdió la batalla con los ancianos de la iglesia, pero la ganó con la siguiente generación”.
En una reseña de esa biografía “The fearless Bejamin Lay” dice que “en su época, Benjamin Lay era quizás la persona más radical del planeta”.
Nacido en 1682, Lay se formó como fabricante de guantes en Colchester, que tenía una importante industria textil local y era un semillero de pensamiento radical.
“Era un cuáquero de tercera generación de un área con una fuerte historia de radicalismo religioso”, señaló Rediker.
Más tarde se convirtió en marinero, una experiencia que moldearía sus puntos de vista.
“Lay aprendió por primera vez sobre la esclavitud al escuchar historias de sus amigos marineros sobre el comercio de esclavos”, dijo el historiador.
“Había también una tradición marinera radical, una ética marinera solidaria, que complementó la tradición radical de Lay”.
Después de regresar a su hogar en el área de Colchester, Lay tuvo problemas con la comunidad cuáquera porque sintió la necesidad de hablar en contra de aquellos que no estaban a la altura de sus estándares morales.
“Fue un alborotador en cada momento de su vida”, dijo Rediker.
“Tenía un poderoso sentido de sus convicciones y le decía la verdad a los poderosos”.
De Colchester se fue a Barbados con su esposa una predicadora popular y admirada en su comunidad cuáquera llamada Sarah Smith, también cuáquera y enana, para abrir una tienda, pero su experiencia “fue una pesadilla”.
Durante una estancia de 18 meses como comerciante, vio cómo un hombre esclavizado se suicidaba antes que someterse a otra paliza; eso y una miríada de otras barbaridades en esa colonia británica lo traumatizaron e impulsaron su pasión por la lucha contra la esclavitud.
“Era la principal sociedad esclavista del mundo”, dijo su biógrafo.
“Vio esclavos muertos de hambre, los vio golpeados hasta la muerte y torturados hasta la muerte, y estaba horrorizado”.
El cuáquero se pronunció en contra de los dueños de las plantaciones quienes, enojados, lo expulsaron.
La odisea de Lay luego lo llevó a Filadelfia, la ciudad más grande de América del Norte, que incluía la segunda comunidad cuáquera más grande del mundo.
Habiendo vivido en Inglaterra, donde era raro ver evidencia de esclavitud, le sorprendió que la mayoría de los líderes de esa comunidad cuáquera, así como sus miembros, tenían esclavos.
Lay comenzó a organizar protestas públicas para conmocionar a los Amigos de Filadelfia y hacerles conscientes de sus propias fallas morales sobre la esclavitud.
Un domingo por la mañana tras una fuerte nevada, por ejemplo, se paró en la entrada del centro de reuniones de los cuáqueros con una pierna desnuda.
Cuando lo instaban a no exponerse al frío gélido para no enfermarse, respondía: “Ah, finges compasión por mí, pero no la sientes por los pobres esclavos de tus campos, que pasan todo el invierno medio desnudos”.
Con ese tipo de acciones y con muchas palabras protestó tan a menudo que los ministros y ancianos terminaron asegurándose de que no pudiera volver a ninguna reunión.
Finalmente, dejó Filadelfia para asentarse en Abington, donde al año siguiente murió su esposa en 1735.
Eso y un juicio que se estaba llevando a cabo en su contra para desafiar su membresía a la comunidad cuáquera, lo sumieron en la amargura.
Se dedicó a escribir un tratado en el que pedía el fin inmediato e incondicional de la esclavitud en todo el mundo, titulado “All Slave-Keepers That Keep the Innocent in Bondage Apostates”.
Y acudió a su amigo, el erudito y editor Benjamin Franklin, futuro padre fundador de EE.UU., para que lo publicara.
Aunque era un libro extraño, se convirtió en un texto fundacional de la lucha contra la esclavitud en el Atlántico y en un avance importante en el pensamiento abolicionista.
Hasta entonces, aunque ya habían otros abolicionistas, nadie había tomado una posición tan intransigente y universal contra la esclavitud.
En Estados Unidos, continuó desafiando lo convencionalmente aceptado, convirtiéndose en el que probablemente fue el radical más visionario de la América prerrevolucionaria.
Construyó su propia casa, seleccionando un lugar en Abington “cerca de un manantial de agua fina” y erigiendo una pequeña cabaña en una “excavación natural en la tierra”: una cueva.
Aparentemente, era amplia, con espacio para una gran biblioteca. Afuera, plantó un manzano y cultivó papas, calabazas, rábanos y melones.
Su comida favorita era “nabos hervidos y luego asados”, y su bebida preferida era “agua pura”.
El vegetariano hacía su propia ropa de lino para evitar la explotación de los animales, ni siquiera usaba lana de oveja.
Y no consumía ningún producto que pudiera haber sido producido con manos esclavas.
En 1758, el año anterior a la muerte de Lay a los 77 años, la junta anual en Filadelfia, después de mucha agitación desde abajo, inició un proceso para disciplinar y finalmente repudiar a los cuáqueros que comerciaban con esclavos.
La esclavitud en sí misma seguía permitida, y así sería por otros 18 años, pero “Lay entendió que era el principio del fin”, dijo Rediker.
Cuando le dieron la noticia, exclamó: “Ahora puedo morir en paz”.
Los cuáqueros pasarían a estar al frente de la campaña contra la esclavitud, que finalmente sería abolida en EE.UU. en 1865.
Durante su larga vida fue repudiad tantoo por los cuáqueros de Abington y los de Filadelfia en EE.UU., como por grupos en Colchester y Londres en Reino Unido.
Su certeza moral significaba que no podía permitir que los traficantes de esclavos en su medio no fueran cuestionados, pero sus denuncias causaban furia.
“Lo ridiculizaban, lo interrumpían… muchos lo desestimaron como un deficiente mental y de alguna manera trastornado porque se oponía al sentido común de la época”, dijo.
Casi 300 años después, cuatro grupos vinculados a quienes lo repudiaron reconocieron su error.
Uno de ellos, los cuáqueros del norte de Londres aceptaron en 2017 que el grupo “no había recorrido el camino que luego entenderíamos como el justo”.
“Se corrigió una injusticia histórica”, dijo el escritor Tim Gee, cuaquero de Londres.
Para Gee, el legado perdurable de Lay es que tuvo “una visión de un mundo mejor”.
“Pudo ver las injusticias básicas en la sociedad que se consideraban normales y las sacó a la luz”.