El vínculo entre la dieta que llevamos y nuestras emociones proviene de la estrecha relación entre nuestro cerebro y nuestro intestino (que ahora llaman el “segundo cerebro”). Son colonias de millones de bacterias que, por medio de sustancias químicas como serotonina y dopamina, llevan mensajes del estómago a la mente. ¿Un dato? El 90% de la serotonina se produce en la panza.
Entonces; si comemos comida que nos hace bien, nutricionalmente buena, la bacterias buenas crecen y mandan “buenas noticias” que se ven reflejadas en nuestro estado mental. Y si lo que comemos no es nutricionalmente amable con nosotros, tampoco lo serán las consecuencias emocionales que traiga.
El truco de todo esto está en entender el corto plazo engañoso. Porque no todo es tan fácil como suena: comer para sentirnos bien no es algo inmediato, lleva un par de días.
En cambio si la angustia nos tienta con pan con manteca, un pote de helado, una hamburguesa grasosa, una bolsa de papas fritas o un paquete de galletitas, se libera dopamina (especialmente con el azúcar) que nos hace sentir bien casi de inmediato. Pero es una sensación temporal, y la caída de ese “subidón” es fuerte. En este sentido, vale recordar que a las dietas con mucha azúcar, ultraprocesados y refinados, se las vincula con depresión, ansiedad y riesgo de demencia.
La montaña rusa emocional, donde pasamos de estar bien a angustiados en el mismo día, mejora si no comemos tanta azúcar y harinas blancas. Si pasamos a pensar lo que comemos semana a semana o mes a mes, manteniendo el cuerpo funcionando bien por un tiempo, nuestro humor cambia, nuestras hormonas se portan mejor con nosotros y están agradecidas.
Hoy en día, la sensación de incertidumbre es general, y quizás lo que tenemos más a mano para sentir algo de control es a nuestro sistema, nuestro propio cuerpo: no perdemos nada con probar.
Comprobado por la ciencia, si comemos consistentemente estos alimentos por un par de semanas y cambiamos algunos hábitos, el humor mejora. A saber:
◗ Comidas con su color natural: nada teñido de colores. O sea, frutas y vegetales. Cuánto más color en el plato, mejor.
◗ Hojas verde oscuro y pescados grasos, como sardinas, anchoas, atún. También chocolate amargo, el oscuro, que tiene menos azúcar.
◗ La fibra siempre llena y se te van las ganas de lo dulce. Está en el ajo, en la cebolla, en los puerros y el tan hipster topinambur (tubérculo comestible, similar al jengibre).
◗ Granos como cebada, trigo entero, legumbres. También semillas de zapallo, pollo, huevos y tofu.
◗ Lentejas, lechugas y melones, que ayudan con la dopamina.
◗ Almendras, castañas y bananas no muy maduras. Todo esto para el magnesio, que es vital para la relación alimento-humor.
◗ Fermentos: el que más te guste o que conozcas y tengas a mano. Chucrut, kimchi, miso, kombucha, yogur.
◗ Cambiar a las versiones integrales de lo que puedas.
◗ Tomar menos café o mate. No dejar, pero bajar la cantidad. Y beber agua antes de tener sed.
◗ La carne se puede mantener, pero replanteándose la cantidad. Lo mismo podemos decir del vino tinto: una copa siempre viene bien.
Repito: notar el cambio positivo de estas modificaciones lleva algunos días o semanas, depende de cuánto decidamos incorporar.
¿Por qué nos hace sentir así la comida? ¿Es simplemente la relación entre la memoria emocional y los alimentos o hay algo mas? ¿Podemos comer de determinada manera para ser más felices? No hay una sola respuesta. Y si bien es cierto que hay momentos en que una ensalada no funciona y lo único que nos trae felicidad son los hidratos, detrás de eso hay química explicando cómo funciona nuestro cuerpo. Carbohidratos, insulina, azúcares, energía, triptófano, serotonina… y pum, nos sentimos mejor.
Cuando comemos pan blanco o pasta común, el efecto es más rápido, pero dura poco. En cambio la versión integral no genera una reacción tan inmediata, pero dura mucho más.
Y de vez en cuando, claro, podemos disfrutar con placer y sin culpa de algo que nos guste mucho. Comer con ganas y atención la mejor versión de lo que nos encanta. Oliendo, sintiendo las diferentes texturas, prestándoles el 100% de nuestro foco.
Un sándwich de milanesa perfecto, con un pan crocante pero tierno, la milanesa caliente, el tomate recién cortado, con cebolla, mayonesa y lechuga, por ejemplo. O mojar una medialuna casi tibia de fresca, con la base almibarada y húmeda, esa de tu lugar favorito, en un café rico.
O un tenedor bien cargado, casi mareado de tanto girar en pasta caliente ensalzada con la cantidad justa de queso rallado. O una simple tostada de pan con manteca que apenas se derrite por el calor. Porque a veces, necesitamos solo eso. Y si la vas a hacer, hacela bien.